jueves, 25 de noviembre de 2010

El justo Rocco Giglio


“El pariente más cercano del muerto se encargará de dar muerte al asesino cuando lo encuentre”
 (Núm. 35, 19).
Nos enteramos de que al primo Francis lo mataron vaciándole el tambor de un revólver en un oscuro callejón de Brooklyn. La noticia nos conmovió a todos. El periódico que el muchachito trajo al restaurante lo anunciaba en la portada. En la foto podía distinguirse su cuerpo tendido de espaldas en el piso embarrado y con la sangre que se licuaba entre las aguas servidas de los adoquines. La familia decidió no concurrir al funeral por respeto a un viejo entredicho. De niño, Francis quiso quedarse con nosotros en Chicago, pero el tío Sam, influenciado por su esposa, resolvió establecerse allí, en donde montó una fábrica de muebles. Con Francis tratamos de mantenernos al margen de aquella pelea entre nuestros padres. Ni hablábamos sobre ello. Era uno de esos rotundos silencios que no queríamos debilitar en palabras.
Francis no parecía hijo del tío. Llevaba nuestra tradición en la sangre. Traficaba ron en ese Estado y lo hacía tan bien que su padre lo ignoraba. No me pareció que vender licor adulterado justificase la manera en que lo mataron. Una muerte en medio de la calle era el método que reservábamos para los traidores. Ni el tío ni los hermanos vengarían su muerte. Además, allá por el 28’, Francis y yo nos juramos que el que sobreviviera vengaría la muerte del otro. Esto fue antes de aquella separación.
Dejé el desayuno por la mitad. Ni lo dudé, mi deber estaba por encima del dolor. Mi padre debió advertir lo que ocurriría pues estaba más que distante conmigo. Esa tarde no me preguntó a dónde iría ni para qué. Busqué mi mejor traje; el sombrero del mismo tono; la camisa con mis iniciales grabadas en los puños, cerca de los gemelos dorados; los zapatos de charol que hice lustrar por el muchachito que repartía los periódicos. Me armé del revólver del águila calva labrada en las cachas blancas. Fui hasta la casa mortuoria y compré una corona de flores blancas, similar con la que despedimos al abuelo Tom. Sobre la banda púrpura hice poner estas palabras en letras doradas: «Tu primo Rocco». Podía morir, es cierto; pero debía matar. En el camino, después de cargar combustible, me acerqué hasta la iglesia. Confesé algunos crímenes pero no el que estaba decidido a llevar a cabo.
Después de todo, no es un crimen preparar un crimen. El padre Brown me absolvió y la penitencia la hice de camino a Brooklyn. Oraba y tramaba mi plan. Llegaría al funeral, saludaría al tío, a la madre y a los hermanos de Francis. Luego haría algunas llamadas a sus colaboradores para hacer una lista de los sospechosos. No tendría piedad con ninguno. Pero, tal como me había enseñado mi padre, en esos casos debería enviarles una renta mensual a la viuda y a los hijos para no dejarlos en ruinas. El asunto era personal y no debía agregar más daño del necesario. Sabía que el funeral se haría en la Parroquia Santa Patricia, a unos minutos de la casa de Francis, en donde habían bautizado a sus hermanos menores.
Llegué de noche. No me costó ubicar el lugar por las filas de autos a ambos lados de la calle.
Reconocí al tío desde lejos, fumando en el umbral. Bajé del auto. Saqué la ofrenda del baúl y la cargué. Cualquiera hubiese llevado un par de ayudantes, pero esto tenía que hacerlo sólo yo. En la entrada, mi tío me miró de arriba a abajo; sentí que mi presencia lo irritó, pero luego de que tiró el cigarro a medio fumar, le expliqué que estaba allí por Francis. Estrechamos los brazos; al besarme dos veces en la cara sentí que aprobaba mi propósito. Me dijo que su esposa estaba en su casa con calmantes; sus otros hijos, haciéndole compañía a ella. La parroquia estaba colmada; no pude reconocer a ninguno. Me quité el sombrero y el tío mandó a un tipo a ubicar la corona cerca del ataúd, que estaba pegado al altar. Allí estaba Francis, con el cabello intacto; el cuerpo cubierto hasta por encima del ombligo por una hoja del ataúd. Tenía el mismo semblante de niño inquieto y rebelde. Lo besé en la frente y en la boca. Su piel estaba tibia. Imaginé cómo me recordaría aquella promesa que nos hicimos. Me acerqué a sus oídos y en voz baja le contesté que lo recordaba, que dejaría pasar los nueve días de luto y vengaría su muerte. Ni bien me retiré de su cuerpo, el tío me tomó del hombro; temí que pudiese rozar el arma que traía en el sobaco (nunca llevo la funda cerrada, eso es común de los policías). Me ofreció algo de beber y lo acepté mientras me retiraba del ataúd. El rostro de Francis se alejaba mientras yo seguía repitiendo: «Lo recuerdo Francis; lo recuerdo».
Bebí rápido dos o tres copas. El tío me decía que aún no había ningún sospechoso. Tampoco lo habría; las cosas solían resolverse por propia mano, sin necesidad de que la policía interviniese. Vi a las personas de allí e imaginé que ninguno llegaría a entender cómo funcionaban nuestras reglas. Claro, cómo no, ni aún el tío sabía a qué se dedicaba Francis. En Brooklyn, los Giglio era una familia honesta, laboriosa, religiosa y respetada. Miré los presentes uno a uno; en su mayoría eran comerciantes italianos, políticos y religiosos. Distaba mucho de ser un funeral Giglio en Chicago. En eso entró un hombre de traje gris escoltado por otros dos. No se mostraba con la hipocresía de los políticos ni con la lealtad de comerciantes. No podía ser policía. Aprendí a reconocerlos por el olor. El tío no cruzó palabra con él en toda la noche. Los dos que lo acompañaban le hablaban al oído como señalándole quiénes éramos los que estaban ahí. Pero el hombre no quitaba la vista al cadáver de mi primo. La expresión de su rostro parecía decir: «Ahí tienes Francis, ahí tienes; tú te lo has buscado». Sí, la satisfacción le brotaba de la cara. Me acerqué al tío y le pregunté si conocía al hombre. Me contestó que no recordaba haberlo visto en el taller. No me quedaron dudas: el asesino o quien mandó matar a Francis. Giré hacia la puerta que separaba a la catedral de la sala en donde servían el café. El hombre no habló con ninguno, sólo con los dos hombrones que lo acompañaban. Mi intuición podía fallar, pero la voz de Francis me martillaba las sienes: «¿Lo recuerdas Rocco…?». Me acerqué al hombre para oír sobre lo que hablaban. Ni si quiera se abrió paso para darme lugar. En un murmullo casi imperceptible discutían sobre lo pronto que se irían. Uno de los hombrones miró la hora y reconocí el reloj de Francis. Lo maldije a él y a los otros dos. Pero no tenía dudas de que uno había ordenado el asesinato y el otro lo había ejecutado. Nuestras reglas nos impedían quedarnos con objetos de la víctima: matar era ajusticiar y robarle a los muertos era típico de ladrones despreciables y de poca monta. Me acerqué al ataúd como para despedirme de Francis.
Medí al hombre, le apunté al corazón con los ojos, me agaché para besar a mi primo, abrí el saco y saqué el revólver de la sobaquera. La maniobra sorprendió al hombre, abrió los ojos y los otros atinaron a sacar sus armas. Disparé tres veces seguidas. El tipo se desplomó al suelo. Los otros comenzaban a ocuparse de levantarlo o reanimarlo. Uno de los oficiales intentó tirarse encima de mí y logré arrojar el arma al ataúd. «Por ti Francis, por ti». El tío Sam apareció de la nada; me tomó del cuello y me preguntaba por qué lo había hecho. No le contesté nada. Tampoco ofrecí resistencia al oficial que ya me estaba esposando. ¿Quién negaría que tiré para matarlo?
Me detuvieron y me llevaron como a un perro rabioso. Oí cómo los oficiales hablaban entre ellos de mi saña para con el supuesto asesino, ni el irrespeto en el funeral de Francis. Pero a mí eso no me importaba; sentí placer de haber cumplido con mi promesa. Francis hubiera hecho lo mismo. Francis era un Giglio de Brooklyn, pero a fin de cuentas, era uno de los nuestros.
Pasé la noche despierto, recordando aquellas tardes en que jugábamos con Francis. Nos peleábamos porque ninguno quería ser el bueno de la historia. Pensé que si se hubiese quedado en Chicago, no habría terminado así. Tal vez el tío Sam lo entendería con el correr de los años. Mi padre se encargaría del asunto a nuestra manera, sobornar a la policía, sobornar a los jueces y hasta intimidar a los testigos. A la mañana llegó el jefe del departamento ofreciéndome café y el periódico. Guiñó el ojo con complicidad. Ese gesto reafirmaba que mi padre ya había hablado con él. Me comunicó que en unas horas sería trasladado a la cárcel de Chicago. Acepté el café y leí el periódico de Brooklyn.
Me pareció estúpido que los reporteros titularan de «insólito» el incidente: según ellos, había arrojado el arma dentro del ataúd para deshacerme de ella e intentar huir de las autoridades.